domingo, 3 de agosto de 2014

Ensayo sobre la tristeza.


"La tristeza siempre merece un beso".

Es curioso que por fin me anime a escribir hoy sobre la tristeza. Curiosamente un día en el que me siento alegre. Alegre al azar, sin motivo, como sintiendo un pequeño fulgor interno de algo llamado vida. Así, sin más y siendo tanto.

Hay dos posturas enfrentadas a la hora de hablar de la tristeza: por un lado, la tristeza es algo de lo que huyen las personas por naturaleza, instintivamente, pero cuando esa huida es premeditada parece ser condición ineludible de las personas más simples. De igual modo, por otro, es como si las personas con una inclinación más artística, creativa o con un alto interés por la cultura llegaran a encumbrarla hasta cotas de intelectualismo estético, convirtiéndola en un ente sobrevalorado.

Evitar la tristeza es humano, evidentemente, pero huir de ella es un acto de miedo que dice muy poco de las personas que lo llevan a cabo. Las personas que la afrontan y no escapan de ella son las que tienen más vida por delante, más hambre por vivir cosas. Los remedios naturales para luchar contra ella muchas veces están dentro de nosotros mismos. El primero, por no decir el único, es no tomarse a uno mismo demasiado en serio. Tristeza en modo alguno es sinónimo de pesimismo, al contrario, soy de los que apuesta a que la tristeza sonriente le ganará la partida a la pena y a la amargura. Eso sí, es necesario evitar que la tristeza se convierta en una postura cómoda de desintegración paulatina soportable.

Es un sentimiento difícilmente controlable, pero sí bastante tendente a ser ocultado o mostrado en la intimidad más reducida de uno mismo. No obstante, considero que las personas que no ocultan la tristeza son más bonitas en su conjunto. Esa posibilidad de camuflarla me hace pensar que su némesis, la alegría, posee un poder más invencible al escapar con más facilidad de cualquier mecanismo de control. En cualquier caso, la relación entre ambas facetas es ineludible; tanto es así que, en muchas ocasiones, la tristeza es la resaca de haber conocido la felicidad, al igual que la tristeza es patrimonio exclusivo de quien conoce la alegría. Felicidad, ése sí que es un concepto abstracto, colosal o ridículo dependiendo de en qué boca se escuche. Desde luego, hay tristezas con el suficiente aplomo, entereza y coherencia capaces de reírse de muchas felicidades ajenas convencionales, insustanciales e inconscientes. También considero, por ejemplo, que el cansancio o el aburrimiento son manifestaciones mucho más nocivas que la tristeza. De cualquier forma, tanto la expresión de la alegría como de la tristeza dicen mucho más de una persona que lo que pueda hablar sobre ellas. Realmente, resultan fascinantes los cauces subterráneos de tristeza y de alegría que nos guían intuitivamente hasta el corazón de una persona.

Uno aprende a llevarse bien con su tristeza y aprende, además, a descubrirla en los demás. Hacerse mayor es reconocer la tristeza que oculta un rostro. La tristeza aprende a instalarse en nuestras vidas y es hasta un elemento de interacción social: hay relaciones basadas en compartir la tristeza sin saberlo, en una complicidad fiel con ella. Esa consciencia de uno mismo, de los demás y de nuestro lugar en el mundo, que no es otra cosa que adquirir conocimiento, sí genera tristeza, una nostalgia permanente que nos hace dudar y cuestionarnos cada día.

A veces, se transforma en la personificación de algo vicario siendo la manifestación de echar de menos a aquel o a aquello que nos la provoca. Siempre tiene la costumbre de entrar de puntillas y sin llamar, al igual que, por el contrario, la alegría se marcha sin despedirse. Las cosas que menos me gustan que se hagan con la tristeza son la de avergonzarse de ella y la de utilizarla como excusa para odiar a todo el mundo.

La lucidez acompasada de la tristeza es el filtro que purifica la vida que llevamos, tratada e interiorizada por nosotros, es transformada en otros estados afines. La nostalgia y la melancolía son sus manifestaciones vehementes, algo así como la marea baja del océano inmenso y heterogéneo que es. Convertir la tristeza en amargura y no en belleza es de personas poco deseables. De hecho, la frontera que separa la tristeza de la belleza es un territorio en el que más de una vez he deseado transitar en un sueño eterno.

Hay tristezas minúsculas, pequeños detalles y destellos de nuestro trascurrir. En mi caso, un buen ejemplo es la tristeza extrañamente reconfortante que me surge cada vez que termino un libro y me despido en silencio de aquello que se lleva de mí -sí, el también nos ha leído-. Otra de su manifestaciones cotidianas es descubrir que hay una especial tristeza al pensar que toda vivencia algún día será un recuerdo. Encontrar tiene esa tristeza inexplicable y súbita del que deja de buscar. Otra práctica que me sume en ella particularmente es ver fotos del pasado. Siempre me ha parecido un ejercicio de tristeza mal disimulada.

Otras veces, por el contrario, son manifestaciones muy dolorosas. De todas, la que más daño me hizo conocer fue la que produce recordar la voz de una persona querida que ha fallecido. Son estas manifestaciones agudas y en modo alguno vivificantes las que realmente dejan más petrificado a quien las recibe que los ojos de Medusa. La tristeza inmoviliza, pero aporta un reposo a la mirada que permite desnudar el esqueleto de las cosas con impresionante precisión. La tristeza más demoledora es la de perder las ganas de vivir, la ilusión y el reflejo de lo que vendrá, mirar hacia delante en el calendario y no encontrar ni una sola fecha que ansíes ver llegar.

Pero de todo, por lo que brindo hoy, mañana y siempre es por convertir la tristeza propia en la sonrisa ajena, todo un aroma de esperanza para seguir día a día aprendiendo a convivir con ella.