miércoles, 7 de mayo de 2014

Ensayo sobre la música.


"Sin música, la vida sería un error." (Friedrich Nietzsche).

Si hay algo en este mundo que nunca abandonaré, o una deuda que no podré pagar, ésa será con la música. La certeza de su compañía es la única que aseguro a mi lado hasta mi propia muerte. Hoy quiero dedicarle unas palabras a un arte que, por muy alejado de los paradigmas psicológicos pudiera sonar, me resulta una necesidad en toda regla para seguir viviendo. Bajo mi punto de vista, la música es el arte más superior porque su capacidad de emoción y evocación la concretan las percepciones del receptor en grado máximo. Sin ella, la existencia sería puro esbozo.

La música es la extensión de la vida que no vives, tiene el asombroso poder de hacerte creer ser quien no eres. La música es a los recuerdos lo que la ilusión a la vida. Hablar de música, para quien la ama sobre todas las cosas, es algo inevitable; es más, no me cabe duda de que las personas que recurren a conversaciones sobre ella, me son del todo adictivas. Sin importar géneros, preferencias o cualquier otra consideración al respecto, amar la música te hace cómplice de aquellos que la sienten y padecen igual; es como si compartiésemos un inmenso mismo corazón, por supuesto, con todas las diferencias y matices propios de la escucha de cada cual. No cabe duda de que la música es el lenguaje universal de las emociones; una arquitectura perfecta sobre la cual elevarlas al infinito. La música perfila sensaciones que ni el propio razonamiento humano alcanza a describir con un mínimo de destreza. Es, en definitiva, lo más bonito que puede pasarnos.

Para sus fieles amantes, la única forma verdadera de escuchar y de sentir la música es hacerlo como un fin en sí mismo, nunca como acompañamiento de otra actividad; además, la música más especial se reserva para escucharla en soledad siempre. En ese colectivo innumerable que la requiere casi constantemente, existe una conectividad tal que nos hace palpables a distancia, tendiendo puentes que unen distancias infranqueables; su vehículo de traslación, eventualmente omnipotente, nos acerca a nuestros semejantes y nos convierte, a su vez, en el propio territorio cambiante de su tránsito. Somos su hábitat y ella el fenómeno atmosférico voluntario que termina por darle una apariencia propia.

Para los que así la entendemos, no basta el tópico de que la música es la banda sonora de nuestras vidas; al revés: nuestra vida es la banda sonora de ella.Vivir sin música es la mayor abominación humana que alguien pueda cometer, es morir con más convicción. Trascurrir día a día, aceptar sinsabores, la incomprensión que nos rodea, es el ruido de nuestra existencia que se vence cuando irrumpe valiente. Pareciera como si no estuviera en nuestra propia mano el sentir algo tan especial por ella, como si, realmente, debiéramos sentirnos privilegiados por el hecho de que sea la música la que nos ame a nosotros, nos embellezca y, en definitiva, nos elija. Nos sentimos usados por ella y nos gusta. Resulta milagroso que, con todos los tumbos, giros e imprevistos que protagonizamos, sea esencialmente su amparo el que nos siga entendiendo. Atiende cuidadosamente mientras fluye en nuestros oídos siendo, en no pocas ocasiones, la respuesta a todas las preguntas. Sin embargo, cabe indicar que, a pesar de alojarnos en su seno, irónicamente, le sobramos todos.

La música es lo más cercano a la magia que ha creado el ser humano. Como diría un mago, nunca llega pronto o tarde, siempre llega en el momento adecuado; su muestra de fidelidad no conoce límite y su poder sanador se me antoja inagotable. En ocasiones, la música hace por nosotros aquello que los demás ni saben, ni pueden. A través de la nostalgia y de la melancolía, encuentra una de sus líneas de fuga predilectas: revivir cualquier tipo de sensación desaparecida a través de la música, es un ejercicio de dulce masoquismo. Seguros a su salvaguarda, es el único refugio inexpugnable; un refugio que, en ocasiones, puede ser compartido: recuerdo cuando no hacía falta más que otro par de ojos a mi lado mirando el techo en silencio mientras su sonido lo inundaba todo.

La música, a través de su evocador sentido, nos engaña y nosotros nos dejamos; por sí misma no cambia nada, es la mentira afable a través de la cual hacer fluir nuestras emociones deseando, anhelando o cauterizando el sufrimiento. La música, ciertamente, no arregla nada; pero, al menos, embellece todo lo que está estropeado, empezando por nosotros mismos. Es incapaz de conseguir imposibles, pero, sin embargo, nada tiene un poder transformador de tu mundo más efímero y absoluto a la vez que escuchar música.

Su distorsión consentida de la que hablamos, también puede ser utilizada como arma arrojadiza perfecta, para maniatar un corazón o para sugestionar una mente; también para torturarlos y someterlos a la filigrana de su juicio. También sabe jugar con las variables espacio-temporales, tiene la capacidad de jugar con el tiempo y el espacio, alejando lo cercano y acercando lo lejano.

Su celebración está plena de rituales: desde el más inmediato de elegirla para un determinado momento, pasando por el de imaginar la vida de las personas a través de la música que aman o por el de escuchar los propios secretos que guardamos, hasta llegar al de conocer nueva música. Indagar en su inabarcable universo, sigue siendo una de las tareas que más ennoblece y emociona nuestras almas desgastadas por el paso del tiempo. En ese sentido, es como si existiera un compromiso vitalicio con ella, una unión indisoluble con la música que te invade.

Cabe hablar de puntos negros. Como todo lo imprescindible para aquellas almas afines a su encanto, debe existir -al igual que en el resto de disciplinas artísticas- "música" susceptible de interesar y cubrir las necesidades de aquellos que, por mucho que se empeñen en afirmarlo a los cuatro vientos, jamás entenderán su trascendencia y naturaleza celestial. Esos que catalogan a la música como entretenimiento, también entran aquí. A ellos van dirigidos artefactos que podríamos catalogar sin más como insultos a la inteligencia humana. Exagerando, si se me permite, su consumo va destinado a seres que no cumplen los requisitos mínimos para ser considerados personas. Otros perdidos en su océano, son aquellos que se limitan a catalogar la música como buena o mala exclusivamente por su género; en este caso, es obvio: no tienen idea de lo que hablan ni les gusta lo suficiente.

No demoremos más su llegada, emprendamos una jornada más del viaje a través de nuestro medio de teletransporte predilecto; un viaje que no conoce fin, que no requiere ni billete, ni destino. Y si en el trayecto olvidaste dónde fueron esos pedazos de ti, la música te los devolverá mientras suene. Tampoco olvides detenerte mínimamente ante su postal más sugerente: la de la marea subiendo en tus propios ojos.

A su abrigo, el mundo se congela para observar con detenimiento la majestuosidad de su desmoronamiento.

viernes, 2 de mayo de 2014

La huida

Para A.F.

Ayer, una voz nonagenaria me agarró la mano diciendo "me voy". Apenas fue un susurro, un hilo de voz hueco y apagado; y, sin embargo, sonaba tan rotundo y directo como la más alta de las exclamaciones.

Su tacto era terso y cálido. Una mano huesuda, temblorosa, invadida por un laberinto de venas azules hinchadas, que, muy al contrario de lo que pudiera parecer, se aferraba a la vida plena de lucidez.

Ojalá yo muchas veces hubiera tenido tan claro que me iba, aunque no supiera dónde. Ojalá otras voces hubieran podido anunciar su marcha sin negarme su destino, fuera el que fuese.

Lo que quería transmitirme, era la celebración pacífica de una marcha sin retorno, con consciencia y placidez, exenta de resignación, latente de naturalidad manifiesta.

Un ritual universal y cotidiano, una postrera salida a ninguna parte; reposada, cerrada y sensata.

Mis ojos eran la respuesta a su afirmación. Tristes, como siempre, pero acompañados de una sonrisa cómplice, cálida, sincera y receptiva.

Un último gesto antes de partir hacia la última estación, allí donde no existe casualidad ni fortuna.