jueves, 30 de mayo de 2013

Espacio y tiempo. Escrito por Raúl del Olmo.


Las afiladas puntas metálicas se le clavaban en el alma cada vez que paseaba cerca junto a su viejo chucho despistado. Habían pasado muchos años desde que esa pared baja de ladrillo, levantada al final de un callejón, fuera el refugio particular de ella y de su, por entonces, vivaracho pretendiente rebosante de pujante juventud. El trazado urbano de su ciudad era un deleitoso caos donde perderse y allí, en el extrarradio del su otrora barrio dormitorio, los refugiados de un mundo gris, tenían sus escondrijos entre los que invocar al deseo furtivo.

Estela miraba el muro de soslayo, acelerando el paso y tirando firmemente de la correa de Pluto, como si aquella tapia fuera a hablar o, peor aún, como si no fuera a volver a hacerlo nunca. Porque allí se encerraban tantas tardes de un verano, tantas palabras cautivas del tiempo y tantas miradas electrizantes que no es de extrañar que le supusiera poco menos que enfrentarse a un mito creacionista hecho carne.

Resultaba hiriente que encima del lugar donde habían hecho germinar un arcaico amor en bruto hubieran construido una barrera férrea. La rabiosa tendencia de generar zonas privadas para determinar la exclusividad de la propiedad había sido la causante. Especialmente ridículo en un entorno obrero, elitismo propio de antiguos gerifaltes de épocas oscuras y traumáticas. Para Estela aquel hecho encerraba un tremendo simbolismo: suponía una sima fatal, quebrantar los cimientos de las pasiones pretéritas.

La madre del "trovador de pico de oro" que embelesó su por entonces tierno corazón, vivía también allí. Ese había sido el motivo principal por el que ambos jamás abandonaron sus raíces: su ecosistema primigenio. La señora Sole había enviudado tiempo atrás, al poco de conocerse los flamígeros enamorados. Su marido llevó hasta las últimas consecuencias su rudimentario epitafio con el que callaba a su mujer y a su hijo cada vez que reprendían su conducta kamikaze: “Cuando muera, que me den por culo”. Un rotundo aviso asilvestrado, proveniente de quien se ha ganado la vida desde la infancia saboreando la dureza del terruño y evadiéndose a través de los placeres más instintivos. Su cuerpo era la carcasa que encerraba la tragedia de quien no es más que un prisionero de la metrópoli, de un difuminado hombre bueno perdido en una ciudad de extraños.

Tras la marcha del "inconsistente maestro del oxímoron existencial", Estela siguió en contacto con su madre. Desde que se rompió la cadera al caerse en casa, tenía bastante miedo a bajar sola a la calle; todo aquel temor que nunca tuvo, sin embargo, para enfrentarse a los escollos de haber lidiado con un hogar repleto de hombres disfuncionales enfermos de sí mismos. A pesar de haber sido una mujer dolorista sin remedio por los escollos del cavernario catolicismo de épocas acomplejadas, la tolerancia y la ternura incondicionales de la señora Sole convertían en comprensible la más disparatada de las conductas.

Aquel día Estela regresaba de tomar café con la entrañable viejecita. Siempre tuvo con ella una afinidad natural para mostrarse tal y como era, algo extremadamente difícil: a lo largo de los años, se había encargado de poner a buen recaudo su amasijo de emociones. La visión recelosa de un entorno demasiado ensimismado en sus verdades universales le había llevado a protegerlas. “Sufrir en silencio”, recordaba que le dijo alguien en una ocasión. Pero eso era, pensaba, la antesala de la soledad compartida en colectivo, la presentación de lo que es nuestro mundo ahora: una inmensa red de seres interconectados completamente ausentes los unos de los otros.

Con la señora Sole era distinto. Cada palabra cobraba sentido, se pronunciaba lentamente, trascendiendo al silencio; era escuchada con la honorable sabiduría que otorgan a los oídos la ancianidad. La joven se había sentido de nuevo abrigada en conversaciones cálidas durante esa tarde.

Al volver hacia su casa fue cuando se topó de bruces con ese parapeto erigido en vertical apuntando al cielo. Estela se percató de que no podía seguir huyendo de su visión: recorrió el monstruo metálico de pies a cabeza y elevó en continuo su mirada hasta el firmamento. Y entonces automáticamente pensó en el huido. No había logrado superar el día de su marcha. Desde que se conocieron sabía que su vínculo estaba supeditado por completo a su vocación y a los confines del espacio donde quizá algún día le llevara ésta.

De todas las personas que el azar repartiera entre los recovecos de su vida, había tenido que ser un futuro astronauta quien se cruzara en su camino. Enamorarse de un astronauta era hacerlo del vasto infinito de la incertidumbre, de lo ajeno y de lo infranqueable. Por eso mismo pensó que su amor nunca conocería fin; por esa naturaleza extraña y fascinante de la que lo dotaba el hecho de estar con alguien tan desconectado del mundo.

Recordó la tarde en que se despidieron por lo que sería un periodo mayor que el que su corazón bullente de sensaciones quisiera resistir. Sin embargo, desde el principio supo que ese momento era algo que podría acaecer; además, no todos los días se forma parte de la expedición elegida para investigar el descubrimiento de un nuevo planeta del sistema solar. El desfile de palabras, lágrimas, miradas y caricias antecedió a un silencio sordo que ya nunca dejó de acompañarle. Esa impresión era lo más parecido a un zumbido molesto que le recordaba lo incompleta que se sentía aún cuando la felicidad hacía visos de entrar fugazmente en su interior de nuevo.

Súbitamente, la noche se rasgó en el infinito al que apuntaban sus bellos ojos vivaces: Una especie de estrella fugaz refulgente rompió el ingente mar negro que reposaba sereno y sublime sobre su cabeza. Estela se quedó inmóvil observándolo varios minutos: un haz intenso de luz rojiza no terminaba de difuminarse ante su mirada extrañada. Tras ese momento en que permaneció absorta, enfiló junto a Pluto el camino que le quedaba hasta llegar a su refugio urbano.

A la mañana siguiente, anduvo apresurada hasta la estación de metro y recogió de manos de la repartidora el periódico gratuito que le servía como primer contacto con la precariedad mundial impresa. Cogió el transporte justo al llegar al andén. Aún fatigada por las prisas, tomó asiento y se dispuso a hojear el diario. Sus ojos depararon en una foto de portada que presentaba una imagen extrañamente familiar.

El titular a tres columnas que la acompañaba rezaba así: "La aeronave espacial VR 27/98 sufre una trágica explosión en la órbita de Ítaca". El pitido del vagón ahogó un suspiro súbito.

jueves, 23 de mayo de 2013

Cucurrucucú, Elisa. Escrito por Raúl del Olmo Echeguren.



Habían pasado tres años y medio. Juan desde entonces no había vuelto a tener noticia de ella. La ruptura con Elisa fue lo de menos, al fin y al cabo cuando alguien desaparece, hace mucho tiempo que se ha ido.

Sin embargo, le fue inevitable sentir las manos temblorosas mientras redactaba aquel e-mail. Ni siquiera cuando tuvieron que amputarle un brazo a su hermano Enrique tuvo el coraje de avisarla. Nada: ni un mensaje, ni una llamada, ni siquiera algún medio profiláctico 2.0 para entrar en contacto.

Llevaba catorce meses sin trabajo y se sentía un auténtico naufrago virtual. Pasaba sus días como la mujer de Lot, de espaldas al mundo; su desafección con el entorno le había llevado a considerar la realidad como la nueva ficción. Esta era una oportunidad surgida de la nada: cuando el estertor de la desesperanza se divisaba en el horizonte de sus días, apareció de repente.

Lo más difícil ahora sería cómo pedírselo, sopesar si merecía la pena y, finalmente, si debiera oprimir o no el botón de enviar. No se hubiera atrevido ni a recordar su voz, ni a cruzarse con su mirada, pero la distancia del correo electrónico era la forma más adecuada de solicitárselo. Su aportación sería valiosa.

Releyó por última vez el mensaje:

“Hola, Elisa. La verdad, no sé cómo empezar. Con tanto ayer a nuestras espaldas, habiendo secado hasta la última gota de sangre por nuestro amor destripado, aquí estoy, dirigiéndome a ti.

Supongo que sigues viviendo en Cabezón de la Sal, dedicándote a la peluquería canina, aquel refugio en el que te atrincherabas en el epílogo de nuestra mortecina convivencia después de agotar el mar salado de tus ojos.

Yo sigo zascandileando, sin rumbo fijo, más que nada porque tampoco tengo un destino al que tender. No pretendo darte lástima, ni siquiera que muestres esa piedad autosuficiente que tantas otras veces desparramabas sobre mi errático deambular.

(…)”.

Juan se saltó varios párrafos más de indulgente prosa coyuntural, tan forzada como exasperantemente elaborada. Por el contrario, la despedida era con diferencia de lo más burdo y violento:

“Bueno, Elisita, no me extiendo más. No hace falta que me contestes, me conformo con que te acuerdes de mí para que me ayudes tal y como te he explicado.

Ahora debo irme, de veras.

Juan”.

Mientras en su cuarto sonaba la acelerada versión de “Cucurrucucú, Paloma” grabada por Franco Battiato, Juan se vino arriba y el bocadillo verde de la pantalla del ordenador que señalaba send se iluminó en color verde.

 El pensamiento volvió a ser el mismo: “joder, a ver si ésta le da también cinco estrellas a mi relato para que gane el concurso”.

Siguió escrutando la lista de contactos. Tocaba su prima Elvira.

jueves, 16 de mayo de 2013

Joe Hisaishi: La orquesta que contienen mis latidos.


Este pasado fin de semana tuve el placer de estar como invitado en el podcast de radio Dalealrec! que dirige mi amigo David Royuela (aka The Freakman), también director del programa de radio donde llevo años colaborando: La parada de los monstruos. El motivo fue hablar sobre las bandas sonoras del Estudio Ghibli y el entorno el Expomanga de Madrid, una feria anual donde los aficionados a la cultura nipona se dan cita (Podéis escucharlo aquí).

El caso es que lo menciono porque fruto de esta experiencia, decidí dedicar la entrada del blog esta semana al máximo artífice de la mayoría de bandas sonoras realizadas para el estudio de animación -y más concretamente para Hayao Miyazaki-, el genial compositor Joe Hisaishi.

Todos los referentes culturales que nos vienen del Lejano Oriente son decodificados desde nuestra perspectiva occidental como construcciones distorsionadas, misteriosas y exóticas; para entendernos, me refiero a esas consecuencias de lo que se ha dado en llamar a lo largo de los siglos "orientalismo". Pues bien, al igual que no nos cuesta reconocer con los pies en el suelo a figuras consagradas como John Williams, Ennio Morricone, Howard Shore o Danny Elfman, la mera disposición a dejarnos llevar por un viaje a las entrañas creadoras y evocadoras del genio japonés, poco menos que nos impulsan a un estado superior de solemnidad honorable y abiertamente posicionado como algo ajeno y magnético a la par.

Me resulta especialmente difícil hablar de sus maravillosas aportaciones a la filmografía de figuras como Hayao Miyazaki o Takeshi Kitano, puesto que las bandas sonoras que acompañan multitud de películas tatuadas en la memoria irreductible de mis entrañas van asociadas en algunos casos a la emoción que destilan los trabajos cinematográficos, si bien el poder, la sensibilidad, la rotundidad no reñida con la delicadeza y la inteligencia de sus composiciones trasciende en no pocas ocasiones las fronteras del séptimo arte para convertirse en epopeyas sonoras en las que es un placer sumergirse en simbiosis integral con nuestra esencia corpórea y espiritual.


Este maestro del piano y del violín, ha sido el autor de una de mis referencias esenciales en el cine no sólo de animación, sino de todo el que me ha dejado huella. Me refiero a Nausicaä del Valle del Viento (ver aquí entrada sobre la película), un canto ecológico de lirismo apasionado que en su vertiente musical alcanza las mayores cotas de emoción pura destilada en lágrimas y escalofríos.

Un trabajo primerizo que le convirtió ya en todo un titán. Su colaboraciones con Hayao Miyazaki han seguido siendo fundamentales y de hecho han completado la totalidad de periplo fílmico del creador de Mi vecino Totoro. Entre sus grandes logros, no puedo dejar pasar otros dos trabajos fundamentales: por un lado, el de la sutilidad y la sensibilidad mostradas en Porco Rosso y, por otro, el de la ampulosidad arrebatadoramente hermosa de La Princesa Mononoke.

Fundamental resulta el visionado de los tres megalómanos conciertos que Joe Hisaishi dirigió para celebrar los veinticinco años de vida del Estudio Ghibli en el estadio Budokan. 1000 personas compartiendo escenario con el compositor, entre 200 músicos y 800 voces haciendo coros. El despliegue -incluyendo una banda de marcha durante los temas pertenecientes a El castillo en el cielo- resulta asombroso, y la sensibilidad y el cuidado con que se repasan las distintas proyecciones de películas acompañadas de sus temas, fundamentales. El resultado eriza la piel aún viéndolo a través de la pequeña pantalla. Memorable.

Uno de los conciertos en Budokan 25 Aniversario Estudio Ghibli íntegro.

Si bien estos lances son los más imperecederos del japonés, no quiero dejar pasar determinadas perlas que completan mi visión apasionada sobre este maestro. En primer lugar, quiero hablar de dos bandas sonoras realizadas para el inquietante Takeshi Kitano.

El viaje de Kikujiro es una de mis cintas preferidas y la capacidad que tiene su historia para sacarme las lágrimas y las sonrisas en escasos minutos la convierten en un artefacto maravilloso y complejo a través de su propia sencillez. Y, cómo no, el aporte de Hisaishi es esa guinda final que te hace palpitar inconscientemente al son de su trazo gentil. De menor trascendencia fílmica sería Hana-Bi (Flores de fuego), si bien su recuerdo siempre me asalta e inquieta sobre todo a través de la perfilada línea de expresión que marca de nuevo el trabajo musical.


Y, ya finalmente, destacar una épica película ganadora de un Oscar. Me refiero a la grandiosidad a flor de piel de Despedidas, dirigida por Yōjirō Takita, en la que el propio protagonismo que tiene la música en el desarrollo del film eleva aún más las virtudes de una obra imperecedera en los corazones que la hayan descubierto como yo tuve la suerte de hacer a través del regalo de un gran amigo.

Y hasta aquí el repaso sentido a la figura musical que, junto a los no menos indispensables Mono, más notas han ido dejando colgadas de las arterias que insuflan sangre hasta mi corazón desde la tierra del sol naciente.

Un bello montaje de jardines exóticos orientales con el tema principal de El verano de Kikujiro.


jueves, 9 de mayo de 2013

En caso de accidente, Eluvium.


A la hora de pensar en la entrada para el blog de esta semana, se me ocurrió dedicársela a todos esos sonidos adscribibles a una determinada forma de filtrar la emoción y conmovernos a través de la música y que, sin embargo, tantas etiquetas aledañas distintas recibe.

Me refiero a esos espeleólogos del corazón, a esos creadores de edificios de belleza y tristeza reflexivas a la par que cautivadoras. Drone, neoclásico, ambient, post-rock...son meras palabras para definir y acotar una música que se escapa a los propios campos semánticos para, una vez más, trascender al lenguaje.

Pensé en hacer una recopilación de artistas o discos referenciales, en plasmar esta sensación que busco a duras penas transmitir y que, con todas sus singularidades y riqueza cromática sonora, convergen en el cauce de la sangre que nos da oxígeno para seguir respirando en el mundo.

Jóhann Jóhannsson, Helios, Ólafur Arnalds, Stars of the lid, Hammock, Max Ritcher, Dustin O'Hallaran...fueron algunos de los nombres insustituibles que se me vinieron a la cabeza de primeras. Y, por supuesto, Eluvium. El caso es que reflexionando posteriormente y viendo la heterogeneidad dentro de un todo bullente de cohesión, me percaté de que Eluvium, o lo que es lo mismo, Matthew Robert Cooper aunaba a través de su obra la casi totalidad de virtudes y sonidos asociables al conjunto de artistas.

Ese ha sido el motivo por el que, al menos de momento, me centre en la figura del norteamericano y dedique este artículo a reivindicar y repasar la carrera del fastuoso e indescriptible universo Eluvium.


Recuerdo mi primer contacto con su trabajo, Copia (07). Un disco que supuso una digestión lenta, lleno de pasajes evocadores, todos por supuesto instrumentales, donde pianos impresionistas herederos de Satie se mezclaban con ambient, con drones y con una capacidad de generar y transportar belleza pocas veces rescatable y que, al reventarte en el corazón, casi se declaraba inasumible.

Sigue siendo uno de mis discos predilectos, pero un acontecimiento fatídico en mi vida me llevó a caer rendido ante una obra anterior de Eluvium. Ese acontecimiento fue el fallecimiento por accidente de mi padre. Nunca es fácil superar o asumir la muerte de un ser tan trascendental y querido en la vida cuando ésta ha ocurrido de manera violenta: un día le dabas un beso de despedida mientras te regalaba un caramelo y al siguiente yo no existe, ya se ha marchado para siempre.

Esa pérdida en el eslabón de la vida y del afecto más humano e instintivo me descolocó mucho y aún ejerce la percusión de mis lacrimales mientras escribo estas letras. Entre los muchos refugios en los que uno puede ocultarse para superar el duelo y la penuria, está la música; y en este caso el disco fundamental fue el EP de Eluvium An Accidental Memory in the Case of Death (04). Escasos 20 minutos henchidos de música clásica tan sencilla como conmovedora.


De nuevo esas portadas maravillosas, tan identificativas y tan ensoñadoras, son un bosque misterioso y amable donde perder nuestros sentidos dejándonos llevar. Este siempre será mi trabajo preferido de Eluvium y ocupa un lugar referencial en mi imaginario emocional.

De igual forma que lo es su disco entre comilllas "en solitario" como Matthew Robert Cooper que, si bien no se aleja tanto precisamente de esta vertiente de Eluvium, supone una colección de pequeñas joyas al piano que lleva el adecuado título de Miniatures (08). Más alejado resulta el viaje intrincado hacia el minimalismo y los drones del ambicioso y ampuloso Talk amongst the trees (05). Bajo mi punto de vista, un disco bastante más inaccesible, más etéreo y distante sin resultar en absoluto vacío, todo lo contrario: una obra que exige en el receptor poner de su parte para descifrar esa sustancia mágica que fluye lenta y constante como los enigmas de las pasiones más sutiles que nos brinda la existencia.


Lambent Material (03), su primer trabajo, lo tengo poco trabajado y no recuerdo honestamente demasiado su transmisión. Lo que sí me resultó una pequeña tragedia, fue hace tres años su vuelta con Similes, una decepción en toda regla que nos traía incomprensiblemente varios temas con la voz del artista dejando mucho que desear, al igual que en otro orden de cosas le ha ocurrido a Moby. Afortunadamente, el tirón de orejas debió ser inmediato por gran parte de fans y crítica, y ese mismo año edita Static Nocturne, cincuenta minutos de minimalismo y ambient que conforman un solo tema con las constantes que dibujan ese constructo antitético de distancia y emoción: sutil y lejano, impropio y cotidiano a la vez, como una caricia bastarda torpe y anhelada.

Y justo mientras escribo, me encuentro feliz ante un regreso por todo lo alto con su recién editado Nightmare Ending (13), álbum doble que conjuga todas las virtudes y las variables de lo mejor de su trayectoria en más de ochenta minutos que, por fin, reconcilian mi alma con el latido de un genio extraño y brumoso.

Os invito a sumergiros en la belleza que trasciende el transitar diario, en los futuros restos del ser humano cuando ya se haya extinguido: su legado artístico, el verdadero testimonio del alma.

Una pequeña muestra del tesoro que se esconde tras Eluvium.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Los corazones silenciosos: el cine de Cesc Gay.


Creo que vivimos en un mundo en el que más que nunca estamos rodeados de estímulos comunicativos a través de los miles de canales de información que ha traído la existencia de internet y, más aún, tras la existencia de las llamadas redes sociales.

Sin embargo, considero que el ser humano nunca ha dicho tan poco de sí mismo hablando tanto; o si se prefiere, nunca se ha banalizado tanto la comunicación; Ésta se ha convertido en un nuevo medio de consumo rápido, inconsistente, intrascendente y esclava de una saturación tan abúlica como olvidable. En resumidas cuentas, estamos presos de una soledad compartida global.

En este entorno, me resulta interesante como las distintas personas filtran sus emociones y sentimientos de una forma tan trivial, desacomplejada y fútil, como la trascendencia que debiera albergar aquello que nos da el aliento cotidiano para mejorar nuestra existencia se convierte en algo tan vulgar y expuesto.


En este entorno tan difícil de asimilar para mi persona, surge por contra el cine de Cesc Gay, un director que como pocos juega con los engranajes que contienen todo el magma interno que nos atora y que demanda reventar a pesar de nuestros mecanismos de autodefensa. Hoy mi artículo es un homenaje a su cine y las constantes que en él emplea.

Recuerdo que mi primer acercamiento a su obra, no me satisfizo mucho. Se trataba de una obra acerca de la pujanza adolescente y la amistad, del despertar iniciático en el sexo, los coqueteos homosexuales como plataforma hacia la definición de uno mismo, las primeras decepciones, etc. La verdad es que no dejó ningún poso en mí. Me refiero a Krámpack, que a lo más que aspira es a recordarse como la expresión que utilizaban los protagonistas masculinos para masturbarse mutuamente.

Quedaba mucho talento por demostrarse y perfilar la que sería su constante ejemplarmente dibujada a través de tres películas que pasaré a analizar: En la ciudad, Ficción y Una pistola en cada mano: todas maravillosas, sutiles y reflexivas sin resultar pedantes o ambiciosas en exceso, cosa que se agradece en tiempos donde la mayoría de los artistas luchan por trascender montando, a veces, edificios de vacuidad insultante.

En la ciudad (2003), es sin lugar a dudas su gran obra. Hermoso escenario coral que analiza con fino bisturí las inquietudes subterráneas de la burguesía barcelonesa. Como madrileño, siempre me ha fascinado la pátina moderna, europea e idealizada que siempre nos han transmitido al hablar sobre Barcelona a los que no somos oriundos de allí.

En mis viajes a la ciudad condal, he quedado prendado de sus calles, de su atmósferas y del hecho consumado de que los transeúntes cuando pasean por sus calles, no se paran a mirar a nadie, van inmersos en sus propias vidas. Madrid es castellana, caótica, visceral sin evitar ese ramalazo vulgar, pero a la vez tan veraz: no importa tanto perder las formas, salirse del guión y resultar grotesco en su justa medida.


Está claro que esto es una opinión personal sin más, pero sí creo que el pudor catalán, esa manera de resultar contenido y correcto, es una seña de identidad muy propia de Barcelona y a la que Cesc Gay acude de forma reconocible y fundamental. Otro pilar clave es la clase media acomodada sobre la que suele cimentar las vivencias, secretos, insatisfacciones y paripés varios el director: no cabe duda de que, cuando el poder adquisitivo y la comodidad se asientan en nosotros, el miedo al cambio, la cobardía, la sostenibilidad de la abulia, cobran un protagonismo primordial sin que eso sea óbice para que el anhelo por ser de otra forma y romper con ese palacio de cristal de mentiras auto-impuestas estalle.

Y en eso consiste En la ciudad, en las vivencias cotidianas de un grupo de amigos tan reconocibles en su vínculo como desconocidos en sus interioridades devastadoras y sordas. Al igual que ocurre con Woody Allen o Mike Leigh, el cine de Cesc Gay se construye a través de diálogos elaborados que consiguen aunar naturalidad con golpes bajos -en ningún momento exagerados gracias a la contención burguesa que tan bien dibuja- aportando una visión entre patética y lastimosa del ser humano civilizado.

Ficción (2006), la segunda elegida de esta recopilación, se centra más en lo particular. Una película pequeñita que centra mucho más el mensaje en lo concreto, en un protagonista, el siempre maravilloso en todas Eduard Fernández, uno de mis actores predilectos, que encarna a un director de cine con una vida hecha en torno a su familia que se enamora de una mujer, la actriz Montse Germán, durante un retiro en busca de inspiración para terminar un guión.


A través de las reiteradas escuchas de la preciosa "Love letter" de Nick Cave, la cinta expone los mecanismos de represión que ejerce nuestro instinto de conservación, y de cobardía por qué no decirlo, por doblegar nuestras pasiones a su recio compás. Un análisis del Super-yo freudiano, en otras palabras. Podríamos decir que Cesc Gay construye aquí el segundo eslabón de la cadena pudor-represión-confesión que tiene en la reciente Una pistola para cada mano el tercero.

Es curioso como esa cadena ideada es un proceso en sí mismo lineal que sufre la persona al experimentar dentro de ella un determinado estímulo que hace zozobrar su nave: primero, la vergüenza al sentirlo; después, el aleccionamiento por desarrollarlo y, finalmente, la necesidad de hacerlo supurar y limpiarlo. Un "psicologismo" sencillo, real e identificativo por cualquier espectador con un mínimo de hambre por vivir.

Decía que Una pistola en cada mano (12) era el eslabón de la confesión. Y, dentro del papel que juega cada uno en esa cadena, todos resultan sobradamente identificables con el realizador.


El pudor y la represión se rompen por fin para dejar patente la situación entre ridícula y grotesca generada por las pequeñas grandes tragedias cotidianas que esta vida nos depara. La capacidad de empatizar e identificarse el público con alguna de los muchas disfunciones existenciales que dispara el director es una vez más notable. Especialmente certera resulta esta vez la visión del género masculino, en exceso quizá caricaturizado, pero no exento de la verdad que más escuece y desenmascara sus flaquezas.

Y hasta aquí mi homenaje al cine de Cesc Gay, una persona que describe la carcoma invisible con visión Rayos-X; la cobardía, el acomodamiento, la decepción y el fracaso llevados con la dignidad que el moderno y seductor entorno urbanita maquilla, pero no erradica, como ocurre con las arrugas que nuestra piel regala sin piedad.