miércoles, 30 de enero de 2013

Sobrevivir a 2012: los 20 discos (Segunda Parte)


(Estos fueron los diez discos principales para mi vida en el pasado año, recopilados en la lista de Ruido de La Parada de los Monstruos y ofrecidos ahora en distintos vídeos representativos).


10. Caspian. Waking Season.


09. The Tallest Man on Earth. There's no leaving now


08. Grupo de Expertos Sol y Nieve. El eje de la Tierra


07. Soundgarden. King Animal.


06. Nada Surf. The stars are indifferent to astronomy.


05. Mark Lanegan. Blues Funeral.


04. Candlebox. Love stories and other musings.


03. Sigur Rós. Valtari.


02. Les Discrets. Ariettes Oubliés.


01. Alcest. Les voyages de l'Âme.


lunes, 28 de enero de 2013

Sobrevivir al 2012: Los 20 discos (primera parte)


(Lista elaborada originariamente como Travis para el programa de radio La Parada de los Monstruos).

Como ya sabéis llevo años colaborando como Travis en una de las que considero mi casa, La parada de los Monstruos (www.paradadelosmonstruos.com), veterano programa de radio cultural. Estos fueron los 20 discos que elegí del pasado 2012 como fundamentales en el trascurso del año. Como siempre, no son mejores o peores en términos absolutos:son retazos o fotogramas de un momento de mi vida y, como todo aquello que deja huella -ya sea una caricia o un surco-, forman parte de mí. Los dividiré en dos entradas diferentes al blog, primero del 20 al 11 y después del 10 al 1. Os dejo un vídeo de cada uno.

20. Jesse Ware. Devotion.


19. Gossip. A joyful noise.



18. Mono. For my parents.



17. Los Evangelistas. Homenaje a Enrique Morente.


16. Love of lesbian. La noche eterna/los días no vividos.


15. WovenHand. The laughing stalk.


14. Lana del Rey. Born to die.


13. Cloud Nothings. Attack on memory.


12. Marina and the Diamonds. Electra heart.


11. Dominique A. Vers les lueurs.





jueves, 24 de enero de 2013

La Condición Humana: El legado inmortal de Masaki Kobayashi


Uno de los acontecimientos cinematográficos más impactantes que me hayan ocurrido en mi etapa adulta ha sido descubrir la carrera del director Masaki Kobayashi. Este es un homenaje a su más titánico y ambicioso proyecto, la adaptación a la gran pantalla de la novela La Condición Humana de Gomikawa Jumpei.

Pero quiero que sea más que eso. Quiero que sea, ante todo, un ejercicio de reconocimiento a un genio. Director japonés coetáneo del mucho más admirado y reconocido Akira Kurosawa, he de decir que sus logros están cuanto menos a su altura. Y no sólo por el auténtico tour de force que supone la trilogía de La Condición Humana, auténtico referente posterior del mejor cine bélico contemporáneo, sino también por atesorar algunas de las películas de samurais más grandes que he visto, qué digo, sin peligro a equivocarme dos de las películas de mi vida: Harakiri (Seppuku) y Samurai Rebellion.

En Harakiri es capaz de llevar la costumbre de la narración en flashback de los personajes previa a la catarsis final propia del género a cimas tan altas como la propia Rashômon de Kurosawa; en Samurai Rebellion consigue retratar constantes culturales niponas como la de la oposición entre el sentido del deber (Giri) y el honor frente a la defensa más fulgurante de los sentimientos puros con el mismo tino que Kurosawa retrata la decadencia del sistema feudal japonés en Yojimbo por ejemplo.

Por ello, es necesario mostrar mi más ferviente admiración. Desde una perspectiva formal: por el uso de la cámara (sus sentidos primeros planos, sus planos secuencia frondosos de vida), por la utilización cabal y pulcra de la acción y por sus profundos diálogos; e igualmente desde la perspectiva de consumidor de cine actual: es evidente la influencia que Kobayashi ha tenido en directores como Zhang Yimou o Quentin Tarantino a los que adoro.


Una de las más grandes falacias que sobre el cine se esgrimen es la de catalogar desde una perspectiva bastante superficial a las películas de "lentas" o "rápidas". El movimiento, el transcurso de algo, siempre requiere ser comparado con otro referente. Lo mismo que sabemos que un automóvil se mueve porque observamos un árbol y éste continúa en la misma posición. Por tanto, esas categorizaciones generales son del todo inapropiadas y de un trazo grueso insultante. Sólo tiene sentido al compararse intrínsecamente con el propio film, su constancia o cambio de velocidad en relación a sí mismo.

¿Por qué digo esto? Lógicamente porque el cine oriental , como el resto, tiene su propio ritmo y para encarar el visionado de La Condición Humana hay que tener en cuenta de que estamos hablando de diez horas de metraje. A la vez, la cohesión que existe entre las tres requiere una digestión pautada, pero que no debe demorarse en demasía para ser completada adecuadamente. De todas formas, tampoco estamos ante la cadencia ensimismada y adormecedora de, pongamos, Los cuentos de Tokio de Yasujiro Ozu. Pero vamos, que esto no es tampoco La fortaleza escondida de Akira Kurosawa. Sólo apuntar esto para preparar a todo aquel que decida emprender el viaje precavido y dispuesto a dejarse llevar.

La acción trascurre comenzada la Segunda Guerra Mundial y la mayor parte de ella en el frente ocupado de Manchuria. Poco más es necesario saber para embarcarse en esta epopeya al interior del yo humano sacudido por las circunstancias en las que se vive -no soy demasiado amigo de conocer sinopsis antes de visionar una cinta-. Digamos a groso modo que la trilogía retrata el choque violento entre nuestras convicciones y principios y cómo la experiencia vital va haciéndoles tambalear a pesar de nuestra resistencia. Nada nuevo, pero algo sobre lo que merece la pena ahondar: no deja de ser la historia de cada uno de nosotros en el día a día.

La primera parte de La Condición Humana, No hay amor más grande, describe con brutal certeza el difícil arte de la bondad. Es un retrato definitivo a la hora de plasmar el drama de ser fiel a los principios éticos. Un auténtico desfile de fatalidad en el intento de hacer el bien y todos los escollos circunstanciales que lo impiden o que, incluso, no pocas veces hacen parecer que se intenta lo contrario.

Es la más larga de las tres: 200 minutos en la que curiosamente sobran menos, con un ritmo sereno, en crescendo constante pautado y sin estridencias. Una puesta en escena sencilla, pero más que eficaz y la guerra, ese entorno donde las necesidades y carencias sacan lo mejor y lo peor del individuo, de fondo. Kobayashi se erige en maestro a la hora de presentar el drama humano de una forma personal, emocionante y franca. Maravillosos personajes, entre ladinos, medrosos, honrados y astutos.


Desde luego que La lista de Schindler de Spielberg le debe mucho a esta fascinante epopeya al corazón de la supervivencia, el pundonor y los resortes de la motivación a la hora de actuar. El legado dejado como apuntaba al principio en el cine bélico continúa latente en las siguientes entregas.

La segunda parte de la trilogía, El camino a la eternidad, quien toma nota es el Kubrick de La chaqueta metálica. Más centrada en el propio conflicto armado y menos afilada y certera al hacer aflorar los conflictos éticos universales que la primera parte, pero aún así, magnífica a la hora de plasmar los sinsabores de la estancia en el frente y cómo no, la mayor lucidez viene al señalar con el dedo al mayor enemigo de todo por encima de los soldados mezquinos, pusilánimes, vengativos, etc. El causante de deteriorar su interior no puede ser otro: el propio ejército. Así que no hay salida posible de un entorno en el que cada persona que yace dentro de él es carcomida por sí misma al formar parte de un conglomerado infecto: El enemigo es uno mismo y no el semejante.

Las tres horas de metraje parecen más excesivas que en La Condición Humana I al resultar más esparta aún su puesta en escena durante gran parte del desarrollo. Esto es así hasta el desenlace; entonces la cinta termina con escenas de combate donde la locura, la desesperanza y la lucha por la vida conviven de forma insana. Estamos ante un alegato antimilitarista -más aún que antibelicista- sobrio, duro y crudo.


Con su conmovedora conclusión, La plegaria del soldado, toca hablar de las afinidades con Apocalipsis Now y con La delgada línea roja.

Con Apocalipsis Now porque esta odisea final es un viaje. Un viaje hacia la supervivencia nata en este caso, no sólo al fondo de uno mismo a través de la auto-indagación formidable de la obra de Coppola. Lo único que queda tras ser desposeído de todo atisbo de juicio razonable tras el desastre bélico -sin principios éticos, sin moral, sin decisiones propias más allá de la más instintiva que pueda existir- es la supervivencia. Y este viaje guiado por el instinto rezuma esperanza y demencia, mezcladas, fundidas en alquimia perfecta, porque, por extraño que parezca, el loco es el que alberga la mayor de las esperanzas al carecer de los límites que la razón -y la sinrazón en este caso- perfilan en el individuo cuerdo.

En el trayecto afloran las reflexiones internas, fustigando la maltrecha existencia del soldado sometiendo a juicio autocrítico cada paso que ha dado y le queda por dar. Con valentía, con severidad, exentas de la dificultad que supone encontrarlo en la vida cotidiana. Ahí se encuentran las similitudes con la obra de Malick.


Concluyendo, una epopeya majestuosa, dilatada a la par que apasionante que, si bien pudiera desembocar en elementos llamémosles "convencionales" o "inherentes" al cine bélico, Kobayashi va mucho más allá: intenta a través del personaje protagonista, Kaji, de la maravillosa y bella mirada del actor Tatsuya Nakadai, explicar los resortes de la conducta humana ante la motivación más hermosa que pueda existir: el amor.

jueves, 17 de enero de 2013

Star Wars: Los 10 peores momentos de la trilogía moderna.


Advertencia: La lectura de este artículo desvela acontecimientos importantes en el desarrollo del universo Star Wars. Es recomendable haber visto las películas previamente. Además, añadir que está confeccionado desde una perspectiva de fan lejos de intentar menospreciar la trilogía moderna, sino más bien con la de señalar puntos negativos que, de no existir, conseguirían hacernos disfrutar mucho más su visionado.

Ya comenté al elaborar el artículo acerca del orden más óptimo para entrar en el universo Star Wars (leer aquí el artículo), mi intención de crear uno nuevo. Pues bien, este es el resultado. Se trata de una compilación personal de los puntos negativos más destacables que encuentro en los episodios I al III y que contribuyen negativamente a la percepción positiva de las películas. Allá van.

1. La propia existencia de Jar Jar Binks. Este es un punto que pone de acuerdo a la inmensa mayoría de amantes de Star Wars. Tanto indignó su aparición en La Amenaza Fantasma que incluso surgieron portales de internet para recoger firmas con la intención de que el personaje no volviera a aparecer en los episodios siguientes. A George Lucas se le rogó por activa y por pasiva sin conseguirlo: Lucas confirmó públicamente su aparición en los restantes episodios. Un personaje patoso, bastante tonto y con unas manifestaciones de humor irritantes, alejadísimas del toma y daca divertido y entrañable que en la trilogía clásica dispensaban C3-PO y R2-D2 como metáfora galáctica de las divergencias clásicas Quijote-Sancho cervantinas.


Eso sí, la utilidad del personaje no es tan absurda como pensamos. Lo pude comprobar al tratar con las personas del todo alejadas de la religión de La Fuerza, vamos, aquellos menores de estos tiempos y adultos que no han visto en su vida la saga y tenían que cumplir expediente; sorprendentemente cuando visualizar estos filmes relativamente nuevos se vieron superados por Jedis, Siths, Federaciones de Comercio y bloqueos galácticos y sólo abrieron la boca para soltar carcajadas cuando Jar Jar Binks saca la lengua o se le cae un explosivo de las manos tras hacer el ganso. Lamentable, pero marketiniano a tope: lograr resultar entretenido para los que les trae al pairo Star Wars. Así ya tenemos un target globalizado máximo. Y yo que pensé que todo había quedado en los peluches de la Luna de Endor.

Lo que sin embargo me parece un sádico ejercicio complaciente es la forma en que se manifiesta esa aparición en los dos episodios siguientes: una reducción de escenas para Jar Jar absolutamente deliciosa, es más, en su única participación destacada en El ataque de los clones lo hace para realizar una intervención fatídica en el senado galáctico que conlleva el auge casi definitivo de Palpatine. Es decir, remarcar aún más su bobería haciendo ácido escarnio. En La venganza de los Sith, ya la minimización es máxima y aparece en dos o tres planos aislados y sin decir ni pío.

2. La batalla en Naboo entre gungans y droides de la Federación de Comercio. Esta batalla falla desde dos aspectos: por un lado el meramente visual. Y es que los destacamentos de droides que aterrizan desde las naves y se preparan para combatir en esas llanuras verdes, junto a los escudos generados por los gungans y el desarrollo dinámico de las escenas deja mucho que desear. Parecen salvapantallas de windows eleborados a partir de un corta-pega infinito. La sensación de irrealidad sintética es flagrante, esquemas hechos por ordenador que imposibilitan introducirse mínimamente en situación mientras que antes bastaba la miniatura de un tauntaun moviéndose torpemente por Hoth para dejarnos en la butaca a -20ºC.


Y, claro, nuestro "querido" Jar Jar Binks no puede faltar dirigiendo el cotarro. Todo con saltos estúpidos, casualidades, enredos y demás tonterías que permiten ir sobreviviendo a los gungans frente al numeroso ejército mientras se intenta desactivar desde el espacio la nave que genera la energía de los droides. Se pueden tener ciertas licencias, ¿quién no recuerda en la trilogía de El Señor de los Anillos a Legolas haciendo de skater bajando unas escaleras del abismo de Helm encima de un escudo o subiendo como Tarzán encima de un mumakil derribándolo?, pero lo que no se puede hacer es justificar como motivo principal de resistencia bélica la estupidez supina y las patochadas infantiles de guardería. El acontecimiento bélico más vergonzoso de la historia del celuloide.

3. La destrucción de la nave que controla los droides en el espacio de Naboo. Paralelamente al anterior acontecimiento, se desarrolla en el espacio una batalla estelar que también es el punto más bajo de éstas, algo que curiosamente Lucas siempre ha cuidado al máximo. De nuevo la casualidad absoluta permite la derrota final del ejercito droide y evita el exterminio gungan. Pero es que ahora es más flagrante: la casualidad le ronda al Anakin Skywalker niño que no olvidemos es el personaje capital de todo Star Wars. Él es el encargado de destruir dicha nave de control tras pilotar de forma accidentada un caza de Naboo y llegar hasta ella.


Evidentemente las dotes de pilotaje de Anakin quedan constatadas desde la alucinante carrera de vainas en Tattoine y eso le permite cierta ventaja a la hora de pilotar una aeronave desconocida. El caso es que el vértigo de ese desconocimiento llevan al niño a unos absurdos monólogos trufados de los molestos "Uppppsss" -estoy seguro que a poco que recordéis las películas no podréis evitar acordaros de los puñeteros "Upppsss"- cada vez que Anakin pulsa un botón o mueve una palanca al azar y no, no con un mínimo de sutilidad instintiva o mínimo despertar de La Fuerza inherente en él y aún por explotar, no: fruto de la subnormalidad más demoledora y que en este caso duele mucho más que en el mongólico Jar Jar Binks.

4. La persecución de la cazarrecompensas cambiante en Coruscant por parte de los jedis. Este es un punto también muy grave. Sobre todo por la falta de identidad y afinidad al universo Star Wars que lo acompaña y que es la seña de (des)identidad básica de el Episodio II, El ataque de los clones.

Para empezar estéticamente existe una enorme deuda con el universo cyberpunk de Blade Runner, algo del todo innecesario y que podría haberse evitado inteligentemente. Star Wars destaca por crear entornos propios, arrebatadores y dotados de una personalidad sólida. Pues aquí en absoluto: los neones, las construcciones, la atmósfera urbanita están calcados de Blade Runner que además considero que es una estética que encaja muy mal con la de Star Wars.


Ojalá todo fuera eso: la persecución aérea deja muchísimo que desear. Los irritantes diálogos que desde el arranque de la película entablan Obi-Wan y Anakin  para advertir al espectador de forma zafia de los primeros encontronazos de personalidad y rebeldía entre maestro y aprendiz, adquieren en este trayecto su culmen decadente. Propio de una película española de El Torete y El Vaquilla robando coches ("Este chico no aprende", "Lo ha vuelto a hacer"...) acompañado de delirantes planos donde no entra en juego La Fuerza, sino la flipada increíble más alucinante (la recuperación del sable de Anakin por parte de Obi-Wan o cuando se tira al vacío el padawan para caer justo sobre el vehículo de la cambiante).

Como broche, la llegada al antro nocturno donde finalmente dan caza a la cazarrecompensas: Obi Wan hace replantearse la vida a un traficante de sustancias haciendo uso de la convicción de La Fuerza. Bochornosa moralina conservadora.

5. Anakin Skywalker y Padmé pasan apuros en la fábrica de droides de Geonosis. Una de las constantes del cine actual de acción o fantástico por desgracia es la de parecer a veces videojuegos. Pues bien, en estos lances del Episodio II dan ganas de que nos entreguen un control pad a los espectadores y podamos pulsar el botón de salto/disparo para controlar el destino de los protagonistas.


De nuevo una impersonalidad máxima, una consecución de acciones burda y sin tensión real, sintética, mal planteada y rodada y que conlleva una sorpresa inesperada: RD-D2 ¡¡¡¡¡volaba!!!!!!!!!!! no creas que en Dagobah lo emplea para evitar ser engullido por su pantano o para hacer más llevadero su trayecto por zonas peligrosas al acecho de Jawas en Tattoine -lo mismo no había para reponer su gasolina en los tiempos precarios de la resistencia rebelde-. El caso es que algo hay que añadir en la desconcertarte escena propia de la Fase IV de Super Mario World.

Nota: La wiki-enciclopedia de Star Wars explica cómo esa propulsión de cohetes posteriormente es dañada en R2-D2 y por ello no logra volar más. Explicaciones socorridas para lo inexplicable.

6. El circo romano de bestias en Geonosis. Geonosis la verdad que es una mina de despropósitos, y entre ellos está este homenaje al circo de gladiadores romano en que nuestros protagonistas se ven amenazados por tres bestias de lo más heterogéneas entre sí. Una vez más lo irritante es la falta de tensión y el desarrollo mecánico de los acontecimientos.

Es increíble lo fascinante y absorbente que era ver a Luke Skywalker al borde de la muerte al ser arrojado al foso donde habitaba la bestia descomunal  encerrada por Jabba el Hutt y la asepsia por contra que despiden estas escenas. El entorno digital qué duda cabe que también juega en contra a través de su sintetismo y carencia de alma. El motivo principal por el que Lucas emprende estos entuertos no me cabe duda que es el decir "¡Eh! mirad que bestias más alucinantes somos capaces de crear en Lucasfilm, así que contratad nuestros efectos especiales cuando vayáis a hacer una película, chicos".


Igual de irritante parecía en el Episodio I cuando Qui-Gon Jinn y compañía se ven obligados a atravesar el núcleo submarino de Naboo y no dejan de aparecer bestias marinas más y más grandes comiéndose sucesivamente unas a otras. Descarado.

7. La batalla clon de Geonosis. Y el cenit a este viaje por el arisco planeta lo tenemos en la contienda bélica. Aquí ya el festival de rayos láser, sables de luz multicolor, jedis, soldados clon, droides y vehículos de combate adquiere dimensiones bíblicas y lo más alarmante es que es como si no ocurriera nada delante del espectador. Si no fuera por la persecución y combate jedi-sith con el Conde Dooku por parte de Anakin, Obi-Wan y Yoda no habría alma humana que soportara los últimos minutos del Episodio II, con merecimiento la película que atesora más puntos negativos en esta lista.


De nuevo la perspectiva videojuego, la falta de humanización y el estruendo juegan muy en contra del origen de las fastuosas Guerras Clon. Bien hubiera hecho George Lucas en tomar ejemplo de cómo rodar y transmitir sensaciones en entornos de este tipo de Peter Jackson en el asedio al abismo de Helm en ese mismo año 2002.

8. Obi-Wan se enfrenta al General Grievous en Utapau. Maravilloso resulta para mí como fan de Star Wars apreciar cómo George Lucas consigue con el Episodio III recuperar el pulso narrativo, la emoción y dotar a la trilogía moderna de una conclusión altísima que engarza a la perfección con su primitivo legado inmortal.


Aún así hay flecos que pudieran haberse mejorado. Uno lo encontramos en la llegada de Obi-Wan a Utapau para atrapar a Grievous. Este es uno de los pocos bloques que recuerdan los continuos desatinos del Episodio II; en parte por la propia naturaleza de Grievous que no termina de ser santo de mi devoción por su propia ingeniería y manera de combatir mecanizada y estrambótica muy de estos tiempos, pero ante todo por la dichosa bestia que se vuelve a sacar de la manga Lucas, esa especia de grifo sobre el que cabalga Obi-Wan en su busca esquivando peligros mientras ansiamos de nuevo un joystick. El combate uno contra uno no está en sí muy conseguido; muy por debajo de, todo hay que decirlo, uno de los puntos fuertes de El Ataque de los clones: el enfrentamiento Jango Fett-Obi-Wan en la fascinante atmósfera de Kamino.

9. El maquillaje empleado con Lord Sidious tras el combate con Macu Windu. Tras la escena en que los jedis comandados por Mace Windu van a detener al desenmascarado por fin Lord Sidious y el intenso enfrentamiento con él que termina con la muerte del jedi por la intervención fatídica de Anakin Skywalker justo antes de ser nombrado Lord Darth Vader, las secuelas que sufre el emperador son tangibles en su rostro por el desgaste que su propia energía le genera al hacer pantalla con el sable de luz el personaje encarnado por Samuel L. Jackson y refractarla sobre el Lord del Sith.


Pues bien, es del todo sorprendente lo mal terminadas que están esas secuelas sobre su cara utilizando un maquillaje ridículo, que produce más risa que pánico o inquietud. Absolutamente nada que ver con el repulsivo y aterrador rostro -con independencia de los veinte años que pudieran pasar- luce el Emperador en El Retorno del Jedi. Y sorprende más por ser tratado por un equipo de experto que tan buenos resultados ha logrado siempre. Algo que desconcierta y que, pese a ser un detalle menor, causa cierta indignación en un personaje tan trascendental y al ser algo mejorable a todas luces por poco que se hubieran esmerado.

10. La supresión de la escena de la llegada de Yoda A Dagobah tras su exilio forzado. Esta vez no hablamos de un momento, hablamos de una ausencia imperdonable, y no sólo para mí y muchos seguidores, sino para buena parte del equipo de rodaje de La venganza de los Sith que no entendió cómo Lucas con todos los elementos prescindibles de la nueva saga, pudo omitir una escena tan lírica y bella, trascendental para nuestros corazones como epitafio temporal hasta la llegada de Luke en El Imperio Contraataca para aprender los designios de La Fuerza por parte del honorable maestro Jedi al lejano planeta Dagobah.

40 segundos que me ponen al borde de las lágrimas con ese guiño orquestal incluido. Su omisión es un acto de ruindad difícilmente aceptable. Os invito a verla a todos aquellos que no la conozcáis.


La eliminación de una micro-escena más incomprensible y dolorosa del cine que recuerdo.


Hasta aquí mi artículo. Espero que tras su lectura todos los detractores de la trilogía moderna hayáis quedado a gusto y tengáis ganas de volver a disfrutarlas por todas las cualidades buenas que también atesoran por escondidas o desapercibidas que os hayan pasado. Congratularse con ella es uno de los más agradecidos ejercicios para los amantes del legado Star Wars.

viernes, 11 de enero de 2013

Mellon Collie and Infinite Sadness: La eternidad del instante.


Las pasadas navidades recibí de las dos personas que más quiero en el mundo un regalo muy especial: la edición del boxset de Mellon Collie and the infinite sadness,la obra magna de Smashing Pumpkins. Con esta entrada no quiero referirme a los aspectos de la preciosa caja, ni a todo el material extra o artístico del que dispone, sino que, aprovechando este momento tan emotivo como ha sido el propio lanzamiento y el hecho de serme ofrecido por dos seres tan amados, rendir tributo al disco que, junto a Ten de Pearl Jam (leer aquí lo que significa para mi el debut de los de Seattle) más ha significado en mi existencia.

Si hay dos bandas en mi vida trascendentales, esas son Pearl Jam y Smashing Pumpkins. Ambas conforman las dos caras de la misma moneda que es mi sensibilidad. Desde muy joven he necesitado su escucha para canalizar mis distintas vivencias, sueños, anhelos, dudas o frustraciones a través de su música. Smashing Pumpkins en concreto me despertaban la sensación de ansiar amar y ser amado, de enamorarme de forma explosiva y dejar correr el torrente de emociones internas que eso supone sin freno alguno y, sobre todo, la de embarcarme en la misión quimérica de encontrar a esa persona tan especial que debía de estar respirando en algún lugar del planeta capaz de permitirme sentir lo anteriormente descrito. Ya lo expresaba de forma clara "In the arms of sleep", la letra de canción que llevé escrita a bolígrafo verde en el cartón sobre el que tomaba apuntes en la universidad: "necesito a alguien que haga fácil pensar, pero a veces ese alguien es difícil de hallar".

Fue con el vídeo de "Cherub rock" cuando les conocí, cuando esa mezcla de dulce distorsión, guitarras asombrosas, batería pesada y polimórfica y esa voz nasal incómoda a la par que personal y conmovedora de Billy Corgan me sacudieron por vez primera.

Su disco Siamese Dream me cautivó muy pronto, su sonido tan apasionado, su lirismo sangrante por vivir, arrebataron mi impresionable corazón cargado de adolescencia volcánica y salvaje. Algo muy animal, muy instintivo, un disco de elevación máxima que me acompañaba los calurosos veranos donde los rayos de sol inundaban mi cuarto mientras catárticas mezclas de saltos, lagrimas y guitarrazos al aire inmortalizaron para siempre canciones como "Hummer", "Disarm" o "Mayonaise".


Así iba recibiendo las noticias sobre la gestación de Mellon Collie en aquellos tiempos que la radio era el medio de comunicación que nos las proporcionaba a través de programas que seguíamos devotamente; mi mente no paraba de fantasear acerca de cómo sonaría aquello, de a dónde me llevaría su escucha, qué tierras vastas e inexploradas de sentimientos vírgenes surcaría al sumergirme en el nuevo trabajo de Smashing Pumpkins. Sólo sabía que era un trabajo doble y que adelantaba ser un enlace entre los Pumpkins de siempre y una apertura hacia nuevos sonidos.

Un disco doble, madre mía, era el sueño más deseado por cualquier fan de la banda, el culmen de mis aspiraciones; los excesos barrocos y  la ambición de uno de los grandes genios de por aquel entonces, un alma frágil y sensible capaz de permitírselo, dejando un testamento sonoro que traspasara las barreras de lo efímero. Y así fue: James Iha, D'Arcy, Jimmy Chamberlain y Billy Corgan afrontaron la obra como si fuera la última, vaciándose, sin dejarse nada en la recámara, un enfrentamiento entre personalidades difíciles en batalla constante que, sin embargo, al fundirse en la creación eran capaces de obrar maravillosas canciones.

Recuerdo la tarde que me encaminé al centro de Madrid a por el disco a unos grandes almacenes, posiblemente era el primer disco doble que compré en mi vida y recuerdo emocionado el decirme a mí mismo que "daba igual lo que costase, que lo compraría igual, con el dinero que me dieran mis padres o ahorrando". No sé, imaginaba que ese tesoro que para mi mente suponía aquello tendría un valor incalculable, algo a lo que no me podría ni acercar, como si fuera un talismán perdido en la torre más inexpugnable de un castillo. Y luego, ahora recuerdo con una sonrisa, estaba en oferta de lanzamiento.

Pero era ese valor añadido mágico, ese ritual, lo que hacía único cada instante; parece como si pudiera rememorar hasta el color de aquella tarde, hasta los pasos que di o hasta los murmullos de la gente paseando por las calles a mi alrededor. Y me doy cuenta de lo tan distinto que es todo ahora que casi tengo que abandonar el teclado para reponerme.

Por fin estaba en mis manos, y al poco estuvo en mis oídos, y muy pronto en mi corazón, dentro, perdido, encerrado y fluyendo constantemente en ciclos perpetuos. Los discos estaban divididos en base a la duración de un día. El primer CD se titulaba "Del amanecer al anochecer" y el segundo "Del crepúsculo a la noche". En los momentos más enfervorecidos recuerdo la escucha doble de ambos, dos horas seguidas inmerso en su sonido.

Pero de nuevo el ritual, la liturgia, conllevaba escuchar adecuadamente cada uno de ellos. A primera hora de la mañana, mientras divisaba el rojo amanecer por la ventana, escuchaba el primero y el segundo lo introducía en el lector antes justo de meterme en la cama con las luces apagadas por la noche. Así la travesía era más real aún, más palpable: miles de imágenes de duendes, murciélagos, fantasmas, océanos inabarcables, anillos misteriosos o estrellas mortecinas dibujan su halo a escasos centímetros de mí mientras que el asombro y el ensimismamiento no me permitían distinguir realidad de ficción, no sé si yo vivía a través de las canciones o si las canciones cobraban vida a través de mí.


Comenzaba a sonar el primer tema, la instrumental "Mellon Collie and the infinite sadness" y mientras los arreglos se iban añadiendo ya estaba listo para bucear y no querer salir a la superficie, era la llave para escapar a este mundo. Me recordaba cuando era pequeño y, cuando los adultos me preguntaban qué quería ser de mayor, sólo les contestaba que astronauta u hombre-rana.

Y ella explosionaba después en "Tonight, tonight", la elevación máxima de la banda, una orquesta llevando su sonido al infinito en una canción con unos versos clarividentes declaración de principios: "El tiempo nunca es tiempo en absoluto, nunca te puedes marchar sin perder un pedazo de juventud y nuestras vidas han cambiado para siempre, nunca seremos los mismos , y cuanto más cambias, menos sientes".

Con estos versos se podría resumir a la perfección las intenciones de Mellon Collie, un disco que habla de la pérdida de la niñez, del desperdicio de la juventud, del paso inexorable del tiempo y de las transformaciones a las que ello nos lleva.

Y eran versos que me hacían llorar, versos que posteriormente pedían creer en alguien y que alguien creyera en ti para amar y ser amado, para trascender a un cruel mundo y a las inclemencias de hacerse mayor. A veces parecía que eso podía ayudarte y otras que no era así, dependiendo de la canción: en la epopeya sónica de "Thru the eyes of ruby", esa creencia ya no servía "Pero la creencia no es ver, la creencia es sólo algo de fe y la fe no puede ayudarte a escapar", aunque al final de la misma el abrigo del misterio y de la irrealidad nocturna parecían ayudar con el grito desesperado y reiterativo de "La noche ha llegado para mantenernos jóvenes".

Al final parecía que eso era engañarse a uno mismo, otra solución que también fundía en la tristeza más absoluta como en "Galapogos": "No es divertido como fingimos ser todavía niños, dulcemente robados bajo nuestro manto del cielo y rescátame de mi, y de todo en lo que creo.", o bien en la más desatada de las furias ejemplificada a la perfección en la extrema "Tales of a Scorched Earth": "Miento sólo para ser real, y moriría sólo por sentir ¿Por qué las mismas viejas cosas siguen ocurriendo? Porque más allá de mis esperanzas no hay sentimientos".

La decepción y la pérdida estaban presentes de forma amarga en preciosos pasajes como "To forgive", un canto a dejar de sentir interés y pasión por las cosas "olvidé olvidar, nada es importante" a la par que cada vez uno se encuentra más solo en este mundo "sentí mi pérdida incluso antes de aprender a hablar y recuerdo mis cumpleaños vacías tardes de fiesta que no regresarán". Es el momento en que anclarse junto a alguien que sienta y padezca lo mismo para desvanecerse junto a él, buscar esa complicidad como ocurre en la bella "By starlight" "Ojos muertos, ¿eres como yo? porque sus ojos estaban tan vacíos como los mares, Ojos muertos, ¿eres como yo? Y desde el principio, sabíamos que seguiríamos adelante sólo para pertenecernos". O, si no encontrábamos a esa persona, encontrarnos a nosotros mismos en el espejo y recordar la invencibilidad transitoria de la adolescencia con nostalgia punzante a través de "1.979": "Con los faros apuntando hacia el amanecer, estábamos seguros de que nunca veríamos un fin a todo esto".


En lo musical, las señas de identidad de los espachurra-calabazas seguían presentes en perfectos ejercicios de estilo como "Jellybelly", tres minutos que condensaban lo que hasta entonces había sido su carrera o en cantos elevados como "Muzzle" a través de la que uno trataba de congraciarse al fin y al cabo con el amor a la vida por difícil que pareciera tras asimilar cada una de nuestras vivencias: "Y supe del significado de todo, Y supe de la distancia que hay al sol, Y supe del eco del amor , y supe de los secretos de tus agujas , y supe del vacío de la juventud , y supe de la soledad del corazón , y supe de los murmullos del alma ,y el mundo está dibujado en tus manos , y el mundo está grabado en tus manos , y el mundo tan difícil de entender,es el mundo sin el que no puedes vivir".

El extremismo en la expresión de las emociones era latente en los surcos de la obra, ya fuese a través de riffs de guitarra violentos como los de la demoledora "Zero", poseedora del verso que más escribí en las mesas de la facultad posiblemente: "intoxicado por la locura, estoy enamorado de mi tristeza" -y una de sus mejores canciones sin asomo de duda-, las guitarras entrecortadas de "Here is no why", o el rasgueo incisivo y los dislocados tirones/parones de "Fuck you (an ode to no one)".

Pero lo que impresionaba era la forma de cantar, o de no cantar mejor dicho, de Billy Corgan: el grito desgarrado, el aullido desafinado y extremo se convierte en el último recurso de expresión de una persona vaciada al límite de sus capacidades transmisoras, dando hasta la última gota de sangre en las interpretaciones. ¿Quién no recuerda el grito final de "Bullet with butterfly wings" -su nuevo dardo envenenado a la vampírica industria musical-, o la demencia del estribillo de "Bodies"- impresionante tema que quizá sea mi preferido de la banda y que comparaba el amor con el suicidio en otro revés a la esperanza- o, por encima de todo, el "And into the eyes of the jackyl i say ka-boom" de "X.Y.U.", paranoica muestra de energía que venía a ser el nuevo "Silver fuck".

Otra constante tenía de nuevo sus momentos álgidos: los temas extensos y ensoñadores, auténticas mini odiseas dentro de la propia que suponía escuchar el disco. Junto a las ya mencionadas "Thru the eyes of ruby" y "X.Y.U." hay que mencionar especialmente "Porcelina of the vast oceans", epopeya lisérgica que trasladaba a una jornada a través de mares infinitos en búsqueda del brillo lejano y desvanecido del amor a lo largo de diez minutos desbordados por guitarras crepusculares.

Centrándonos en otros aspectos adscribibles al universo Pumpkin de la época, comentar que los iconos visuales pertenecientes a esa época y experiencias como verles en directo en el Festimad de Móstoles, son parte imborrable igualmente de mi persona: sus atavíos plateados, la omnipresente sudadera de "Zero", los cabellos teñidos de James Iha y D'Arcy, los poderosos brazos de Jimmy Chamberlain y el pelo aplastado repeinado de Billy Corgan como agonía capilar antes de raparse la cabeza, siguen siendo recuerdos de los cuales tengo que hablar al rememorar Mellon Collie.


El diseño y arte final del disco también me fascinaba. Apostaba por ilustraciones de corte clásico, en la mejor tradición victoriana, pertenecía a John Craig. Distintos collages donde animales fabulosos que parecían sacados de cuentos nos sumergían en acciones extrañamente humanas, contextos estrambóticos (conejos jugando al baseball, gatos casados por un cura perro, ardillas congregadas en un fumadero de opio...) que ayudaban a penetrar en la atmósfera intransferible del álbum, la guinda que faltaba para sentirnos como Alicia a punto de precipitarse por el hueco del árbol y entrar en otra dimensión.

Todo este panegírico asombroso e imborrable para mí y otros tantos miles de personas, sólo contaba con el pequeño inconveniente de una producción algo baja y difusa: Mellon Collie and the infinite sadness había que ponerlo muy, muy alto para lograr chocar de frente con todas las virtudes retratadas. De ahí la importancia de una remasterización, si bien toda esta pulsión que aún me sorprende sentir de forma tan meridiana y henchida, forma parte del pasado, del baúl abandonado a miles de leguas de profundidad.

De allí desde donde susurra "Stumbleine" que "nunca nadie entiende nada sobre mí y mis sueños perdidos en el mar".


El videoclip de "Tonight, Tonight" es una maravillosa representación del universo Smashing Pumpkins 
aparte de un homenaje entrañable y fabuloso al cine mudo.

viernes, 4 de enero de 2013

The Killing: Más que un Twin Peaks 2.0


En el artículo que escribí en torno Mad Men (leer aquí), ya comenté el increíble estado de forma en el que se encontraban las series de televisión en comparación al cine actual. Pues bien, hoy toca rendir homenaje a una de las tapadas, de las alejadas de los elogios generalizados: The Killing.

Como muchos sabréis, se trata de una serie de origen danés, Forbrydelsen (El Crimen), que consta de tres temporadas de duración actualmente. En este caso, me referiré al remake norteamericano producido por Fox. Por tanto, al no haber visualizado la danesa, no conozco las diferencias, las similitudes -más allá de las propias de la trama y personajes- y cualquier consideración derivada de la comparación entre ellas. Para conocerlas en profundidad, baste con rebuscar en la red estos aspectos: el artículo girará en torno a la serie norteamericana que, y eso está claro, tiene la suficiente autonomía como para ser diseccionada en profundidad por sí misma al contar con las virtudes suficientes la adaptación en sí.

Una de las cosas que más se han dicho de The Killing es compararla con una de las series fetiche por antonomasia en la vida de muchos de nosotros: Twin Peaks. En origen, la comparación tendría sentido ya que el punto de partida es la investigación policial en torno al brutal asesinato de una adolescente. La Laura Palmer de Twin Peaks vendría a ser en este caso Rosie Larsen. El arranque también muestra visos de turbiedad asociados a la víctima, una en teoría doble vida o detalles ocultos que pudieran convertir a la víctima en un ser desdoblado que bajo un envoltorio frágil, delicado y dulce escondiera un ser agotado por sus propias obsesiones, adicciones y mala vida en general.

Sin embargo, inteligentemente en este caso, la serie pronto, tras dar esas pistas falsas -muy propias al desarrollo de The Killing en sí-, se aleja de esa dualidad candidez-perversidad tan inherente al universo Lynch. Del mismo modo, los elementos más terroríficos o inquietantes son perfilados en un primer momento de forma análoga para más adelante desmarcarse de nuevo hacia otros derroteros: ni rastro del elemento esotérico, paranormal o delirante de Twin Peaks, aquí los verdaderos demonios y espíritus son los conflictos internos que cada personaje sufre derivados del asesinato o del rol que juegan en sus vidas por las decisiones tomadas a lo largo de la misma.

Podemos hablar por tanto de homenaje, y en ningún caso de plagio o mero sucedáneo de tan magno acontecimiento que supuso la serie creada por David Lynch y Mark Frost; es más, sería un acierto considerar a la serie como un turbio drama policiaco más propio de las aportaciones de Frost que del mismo Lynch. En esta creación que nos ocupa llevada a cabo por Veena Sud, los homenajes o guiños continúan en la figura de la absolutamente magistral detective que lleva el caso, una Sarah Linden interpretada de maravilla por Mireille Enos. En su angustia, en su incisiva búsqueda de respuestas y en su semblante fracturado por las inclemencias de la vida, es inevitable pensar en la Clarice de El Silencio de los Corderos, otro de los referentes que no pueden faltar; referentes que también dicen mucho en la propia estética, y más aún en localizaciones y condiciones climatológicas.


Y es que la serie transcurre en Seattle (nuevo referente 90's por antonomasia para muchos de nosotros, baste decir que llega a mencionarse un concierto de Soundgarden al que acuden siendo jóvenes dos de los personajes), y Seattle ya sabemos que es lluvia, humedad,bosques, frío... un gris metalizado envolvente que ahoga las ideas y los corazones de cada uno de los protagonistas. Hay espacio para batidas e incursiones en la noche y en los absorbentes bosques de la zona como en Twin Peaks, pero el contraste se complementa con una ciudad urbana siempre supurando agua y destellos de luz desvanecidos, donde el acero se mezcla con la madera aportando otro punto innovador, moderno y diferenciador al del pueblo maderero incrustado en nuestra memoria.

Nuevos aciertos: lo que nos supone ese auténtico viaje entre Logias Negras, espíritus y tramas secundarias en ebullición no controlada sin cerrar que supuso la conclusión de Twin Peaks -recientemente se rumorea un rescate de la serie por parte de David Lynch para cerrar veinticinco años después las tramas abiertas por esos mismos personajes- aquí afortunadamente logra una conclusión emocionante, amarga y contenida a la par que catártica. Y eso es otra gran virtud: The Killing se cierra en el momento que tiene que hacerlo firme,   elevada y serena. Lástima que tras indicar que no habría más temporadas, de forma completamente acertada, parece que ahora pudiera dar lugar a una tercera -hay que tener en cuenta que la serie danesa trata distintos asesinatos, mientras que en The Killing las dos temporadas giran en torno al asesinato original-.

No olvidemos que, por mucho que amemos Twin Peaks, poseía un problema de estructura y guión clave: una serie vive de una trama principal a la que se van añadiendo en paralelo un conjunto de tramas secundarias que nacen y mueren paulatinamente mientras la principal continua desarrollándose como motor y principal atractivo del metraje -en este aspecto la serie de Dexter es un portento tras siete temporadas en activo-. Y ese era el inconveniente: Una vez que conocimos la solución al enigma principal, al leit motiv de su creación "¿Quién mató a Laura Palmer?" y la serie continuó adelante, el sustento en base a filamentos de menor calado inevitablemente llevó a  la pérdida de interés por todo aquel que no sea fanático de algo -y, sí, yo lo soy de David Lynch y no me importó en demasía, pero a muchos televidentes sí-, de ahí el cerrojazo abrupto y precipitado a Twin Peaks en su día-. The Killing, sin embargo, juega sus bazas hasta el mismísimo final, hasta el último aliento, guardándose ases en la manga que te golpean sin piedad en el último segundo con la bocina a punto de sonar.


Otro valor añadido, las interesantes subtramas de las que hablábamos. Consecuente con los tiempos en que vivimos y con el drama humano a todos los niveles en que estamos inmersos, el mensaje de The Killing suena actual y revelador: en el conviven la política turbia de intereses creados capaces de llevar su consecución a las últimas consecuencias, el conflicto humano de la abnegación profesional con riesgo a perder todo lo que se quiere y resultar desintegrado por un trabajo al que se debe uno en cuerpo y alma o la rapiña despiadada de los medios de comunicación, son aspectos plasmados con un fino bisturí que nos invitan a la reflexión tras su visionado.

La dualidad estética homenaje 90's/vanguardia que mencionaba antes alcanza su cenit a través de un montaje sobresaliente, especialmente al final de los episodios sobre los que un mismo fondo musical in crescendo acompaña distintas situaciones que ocurren paralelas en el tiempo consecutivamente emitidas dejándonos siempre con ganas de más de forma medida y certera.

Para terminar, en un blog tan amante de la música, no puedo dejar sin mencionar su banda sonora; obviamente no alcanza el nivel de inmortalidad de la de Angelo Badalamenti para Twin Peaks, pero tampoco es lo que pretende Frans Bak. Aquí encontramos electrónica de habitación, melancólica y lánguida, poseedora en ocasiones de drones tristísimos acompañando planos o secuencias evocadoras que son retablos de post rock de vanguardia mientras no deja de llover dentro de nosotros, por mucho que el sol brille desde la ventana.

Finalmente, habrá tercera temporada. Absolutamente innecesaria. 
Es una pena que muy pocas cosas en esta vida sepan alejarse en el momento preciso.